Un grupo de trabajo en el cual participo, “Mobilizando la memoria”, decidió visitar Villa Grimaldi durante nuestra estadía en Chile, y le pedí a Pedro Matta que guiara nuestra visita. Después de conversar sobre cuanto le pagaríamos, él nos recibió a los 35 integrantes del grupo en las puertas del recinto. Teresa Anativia nos acompañó. La pregunta, nuevamente, fue en que idioma él hablaría. El grupo decidió que debería hablar en español, y yo me ofrecí para traducirle al resto del grupo.

Comenzamos nuevamente frente a la maqueta, con la explicación del funcionamiento del Cuartel Terranova. De ahí comenzó nuestra caminata por la Villa.

Al principio la traducción fue fácil. Matta presentó hechos y datos, y yo hice lo mismo. Aquí le ocurrió esto—a ellos, en esos años. Todo distanciado. Todo en tercera persona.

Caminamos al portón de entrada cerrado con candado, y de ahí a los primeros cuartos de tortura. Gradualmente, como en otras ocasiones, comenzó el deslice de los pronombres entre la primera y la tercera persona. “Los torturaron” se convirtió en “nos torturaron”. Las palabras me calaron.

“Nos torturaron”, tuve que decir. “Me ataron acá, me pusieron electrodos en los geniales, en los tímpanos, en todos mis orificios. Mi cuerpo ser curvó con el shock. Sudaba tanto que corría peligro de electrocutarme a mi mismo”.

Al decir estas palabras, mi cuerpo inconscientemente comenzó a adoptar los gestos y movimientos de Matta. Sus pausas se convirtieron en mi pausas. Mi cuerpo se convirtió en el médium. Esto ocurrió gradualmente, de forma casi imperceptible, a medida que nos internábamos en el pasado no pasado, en la tortura que nunca cesó o terminó. Yo perdí mi distancia. Lo seguí a él, a ese lugar. Lo acompañé, mis voz un eco de la suya.

Hoy este no es ese lugar, me recordaba a mi misma. Esto no está ocurriendo, ahora, no me está ocurriendo a mí. Pero al enunciar las palabras, sentí que era el mismo lugar, aunque en otro tiempo. La materialidad se ha transformado—la tierra, el portón, los pedazos de cerámica si han cambiado. Pero son la misma tierra, el mismo portón, la misma cerámica.

Aunque resistiéndolo, comencé a encuerpar el dolor. Se apretó mi garganta. Sentí las palabras violando a mi cuerpo, sintiendo el resentimiento mientras las enunciaba. ¿Porqué yo? ¿Porqué esta gente no aprende español? Empujé mi rabia hacia abajo, hacia mi estómago. El continuaba su narración en una voz baja, desdramatizada. No usaba adjetivos. Me di cuenta que yo tenía las palabras el la boca. Mis sentidos se cerraron. Me concentraba solo en lo que él estaba narrando. De la traducción pasé a la interpretación, y de ahí a la identificación encuerpada con lo que el contaba. Yo no quería estar ahí. Quizás también transmitía su deseo de no querer estar ahí tampoco.

La rabia se convirtió en mi herramienta de distanciamiento. A final del recorrido, le entregué a Matta su pago, y me prometí que nunca más volvería a este lugar. Puede que el sea un sobreviviente profesional, pero yo no soy una observadora profesional.

Pero sin embargo, sí lo soy.